Soy extranjera. Es un pensamiento que siempre tengo bien presente. Un recordatorio que me ayuda a no perder de vista mis objetivos vitales. 

Estoy en este país sola, y soy extranjera. Esa es mi lucha y mi bandera. 

Estoy concentrada en avanzar, en seguir alcanzando los logros que me he marcado, y debo hacerlo sin desfallecer, porque estoy sola. Si caigo, no habrá quién me levante, así que debo seguir adelante. 

Y así, sola, es como he aprendido muchas cosas. Sobre todo, de mí misma.

Abandoné mi país natal (una isla, muy lejana, de la que hay muy poca gente por aquí) y llegué a Europa. Trabajé en Suiza. Allí conocí a quién sería mi marido, otro migrante como yo, pero en su caso, español. Juntos iniciamos una vida en España. Siento que ese fue mi mayor error: confiar en una persona, cegada por el amor. A pesar de contar con posibilidades y buena posición, él nunca me ayudó, no facilitó mi integración, ni siquiera me brindó facilidades para aprender el idioma. Me aisló. Y así pasó que, cuando falleció, me quedé sin nada, sin nadie. Fue desolador. Una enorme decepción que aún resuena en mi alma hoy.

A base de esfuerzo (y de la disciplina que mi condición de deportista me lleva a generalizar a todas las áreas de la vida), me repuse e inicié mi formación (al tiempo que me las veía con albaceas desinformados y herederos interesados). Conocedora del francés, el español se me dio bastante bien, y en poco tiempo me preparé para desempeñar mi labor como auxiliar de enfermería, cuidando de personas mayores. Fue muy enriquecedor. En tiempos de pandemia me acuerdo cada día de mi formación, y la aplico como herramienta de autocuidado para protegerme y sentirme mejor.

Después de muchas dificultades, de innumerables situaciones de abuso, engaño y discriminación (que no he dudado en denunciar, con dudosa gestión o solución por la administración), hoy me siento mejor. 

Recuerdo mi primera cita con la psicóloga de Elche Acoge. Cuando entré al despacho, me miró y supe que tendríamos conexión. Un impulso me sacudió y le tomé de las manos. Antes de que pudiese presentarse o preguntarme, fui yo la que exclamó: “¿Eres psicóloga? ¡Escúchame por favor!”. Ella ahora conoce toda mi historia, y yo me siento mejor. Estoy orgullosa de mis logros (no son pocos, creo yo). Pero no me detengo, tengo más objetivos que cumplir, sin perder de vista que soy extranjera, y estoy sola aquí.

V.R.