Me llamo Eléonore y soy estudiante de comunicación multilingüe en la Universidad Libre de Bruselas. Nací en una familia bilingüe francés-holandés y siempre he vivido en Bruselas. Crecí en un barrio de diversidad tanto lingüística como cultural. Desde pequeña, el hecho de convivir con personas de orígenes diferentes – sobre todo marroquíes y congoleños – ha sido mi punto de referencia, mi norma. Siempre he tenido una imagen bastante idílica de Bruselas y sus barrios diversos. Me parecía una ciudad llena de vida, que se reinventa constantemente y que nunca acabas de conocer. Una ciudad donde cada uno, sea de donde sea, pueda sentirse a gusto.
Sin embargo, como cada niña que pierde cierta inocencia, desarrollé, a lo largo de los años, una visión más crítica y quizá objetiva de nuestra sociedad. Comencé a darme cuenta de que la diversidad étnica, aunque es una forma de riqueza, muchas veces es sinónimo de desigualdad. Desde la primera infancia se promueve un “camino del éxito” muy discriminador.
Esta tendencia se puede aplicar por similitud a otros países europeos como España. Un país no puede ser intercultural si las mentes no lo son. Ahí es donde aprieta el zapato. Hoy el multiculturalismo se ha vuelto una especie de moda popular, de producto comercial, especialmente en grandes ciudades. Sin embargo el multiculturalismo – al contrario de lo que se suele pensar – no es sinónimo de interculturalismo. Bruselas, Madrid, Londres, París, sin ninguna duda, son ciudades cosmopolitas, en las cuales conviven una multitud de culturas diferentes, pero no son interculturales pese a que les gustaría serlo. En efecto, el hecho de convivir en el mismo territorio – definición literal del multiculturalismo – no es suficiente.
Personas interculturales son personas que se han dado cuenta de que no bastaba ser abierto y tolerante. Hay que realmente interesarse por los demás no solo socialmente sino también intelectualmente, reflexionar sobre temas más profundos como las creencias y concepciones que circulan. Entender su propia cultura así como descubrir e interpretar culturas ajenas más allá de los prejuicios, estereotipos o divisiones. Reconocer que no hay una cultura superior a otra y que todas son legítimas y válidas, aunque difieran considerablemente de la nuestra. Ser consciente de que todo es cuestión de perspectiva, que nuestro punto de vista es subjetivo. Solo así podemos combatir las fronteras invisibles que existen entre las diferentes comunidades.
La educación es la base
Al respecto de esto me gustaría destacar el papel importante que tiene la educación escolar – sobre todo ahora con la crisis migratoria – como lugar y factor de inclusión social.
El sistema escolar actual se basa en un modelo competitivo en el cual la inmigración constituye un factor decisivo. En este contexto, lamentablemente en muchos países occidentales, el valor simbólico de una escuela baja cuando el número de inmigrantes crece y viceversa. Por consiguiente, podemos afirmar que el sistema escolar contribuye de algún modo a la desigualdad, discriminación y exclusión social de los inmigrantes creando “escuelas-guetos”. Dentro de este sistema, la mujer inmigrante es particularmente vulnerable dado que es juzgada por su condición de inmigrante y de mujer.
Cuando era niña, mis profesores de secundaria solían tener expectativas más bajas hacia niñas inmigrantes porque suponían que – sobre todo las musulmanas y/o subsaharianas – tenían menos ambiciones intelectuales. Partían del principio que, a causa de su cultura y religión, el futuro papel de ama de casa prevalecía sobre los retos profesionales. Sin embargo, aunque nuestra retórica ha evolucionado y ya es menos simplista, seguimos percibiendo la mujer inmigrante dependiente de su marido. Es un punto de vista muy occidental, egocéntrico, y denigrante considerar que la mujer inmigrante es una víctima que debe estar protegida o por lo menos estar alerta. En realidad, esa supuesta falta de ambición intelectual es más bien una falta de inclusión social e integración escolar.
Según un informe de ONU Mujeres – entidad de las Naciones Unidas para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de las Mujeres- una niña o una mujer que asiste a la escuela está realizando su derecho humano fundamental a la educación. Además tiene una mayor posibilidad de realizar su pleno potencial en el transcurso de la vida, ya que estará mejor preparada para obtener un trabajo decente y bien remunerado, por ejemplo, o alejarse de un hogar violento. La educación es esencial para que las mujeres puedan alcanzar la igualdad de género y convertirse en agentes de cambio. Al mismo tiempo, las mujeres educadas benefician a las sociedades enteras. Contribuyen de modo sustancial a las economías prósperas y a mejorar la salud, la nutrición y la educación de sus familias.
La pregunta que tenemos que hacernos es, ¿cómo podemos captar la atención e integrar a alumnos y alumnas inmigrantes si desde el principio: no tienen acceso a escuelas de calidad, prohibimos que hablen su idioma natal, desconfiamos de su religión y cultura, sólo hablamos de occidente en asignaturas de historia y religión y no valoramos las competencias que emanan de su dualidad cultural?
Conclusión
Tenemos que darnos cuenta que valorizar las propias raíces identitarias de las personas inmigrantes (lengua, cultura y religión) facilita la inclusión social y escolar en el país de acogida y no constituye un signo de reclusión o rechazo. Si dejamos de percibir y promover esas señas de identidad como amenazas u obstáculos a una integración completa, permitiríamos a jóvenes inmigrantes desarrollar una identidad que no sea conflictiva y/o negativa. Desafortunadamente, muchos inmigrantes de segunda y tercera generación se encuentran perdidos entre dos sistemas culturales con un capital y valor diferente: la cultura de la sociedad de acogida, que es considerada legitima y garantiza cierta posición social pero en la cual no se sienten representados; y la cultura de origen, que es minoritaria, despreciada y les resulta ajena. Por lo tanto, sin identidad estable, sin sentimiento de pertenencia al país de acogida y de origen, muchos jóvenes se encuentran en una tierra de nadie identitaria y cultural.
“Me siento belga, belga porque vivo aquí pero, en el fondo de mi, me siento también argelino, porque, ya ves, no tengo el color local y la gente me lo recuerda siempre”.
Eléonore Vranckx
Estudiante de comunicación multilingüe en prácticas en Red Acoge